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Mostrando entradas de mayo, 2025

Pasar de fase

Estoy un poco hinchado las pelotas de que en este país estemos todo el tiempo peleando. Mostremos poca tolerancia, nos agarremos de algo y le busquemos la peor interpretación (y no la mejor). Ojala pasemos de fase.

Días malos

Hay días malos en los que herimos y nos herimos. Rechazamos los intentos de salvataje de otros y ninguna última técnica de bienestar emocional nos saca adelante. Días en donde el tiempo pasa lento, frío y pesado. Lo interesante es que es muy probable que mañana ya estemos mejor sin hacer absolutamente nada. Como si tuviéramos una inercia que nos hace subir desde la parte más baja a la que hemos llegado.

Cuidado!

Leo, hacia el final de Un hombre enamorado, la temible y fabulosa novela del noruego Karl Ove Knausgård, esta frase: «Mis rabias eran mezquinas, me enfadaba por detalles tontos, ¿a quién le importa quién fregó qué a la hora de mirar hacia atrás al resumir una vida? […] ¿Cómo se podía echar a perder la vida enfadándose por el trabajo de la casa? ¿Cómo era eso posible?». Sí. ¿Cómo es eso posible? Y, sin embargo, la pila de platos sucios, la pelea en torno a quién le toca hacer la compra, transforma nuestro corazón, alguna vez en llamas, en un pantano ciego. Y lo hace con una eficacia sibilina, más tóxica e irreversible que una catástrofe mayor. A veces, cuando camino por la calle y veo caras sumergidas en la indiferencia, en la resignación o el miedo, me digo: cuidado. Porque ¿cómo es que sucede? ¿Cuándo la fruición de la carne empieza a deslizarse, anestesiada, entre las páginas de un libro, los anteojos para la presbicia, el beso de las buenas noches? ¿Cuándo dejamos de reírnos como lo...

Modelar la vida de los hijos

Los padres no están hechos para modelar la vida de sus hijos. Los padres y otros cuidadores están hechos para proveer a la siguiente generación de un espacio protegido en el que se puedan generar nuevas formas de pensar y actuar que, para bien o para mal, son totalmente distintas a cualesquiera de las que habríamos previsto de antemano. Alison Gopnik

La gente se salva sola

Y entonces, porque yo estaba triste, el sábado pasado me llevaste a ese parque, tan cerca de casa, tan lejos del mundo, y caminamos por el sendero de tierra, entre las cañas de bambú, respirando el aire fino y caliente en el día desierto, y me contaste que habías estado allí un tiempo atrás, tomando unas fotos, y que te habías topado con un tipo rarísimo que tocaba la guitarra detrás de un arbusto —como un desconsolado, como un perro frenético—, y lo imitaste a gritos y yo me reí (recordando aquella vez, hace años, cuando éramos casi unos desconocidos y, en un bar de una isla de Colombia, mientras sonaba Bob Marley, vos, hasta entonces silente y discreto, empezaste a cruzar la pista de una punta a la otra, con unos ridículos pasitos à la Fred Astaire, y yo te miraba con asombro y felicidad como quien descubre un tesoro recién hecho), y cuando llegamos a un recodo del camino me señalaste una hiedra, me dijiste «Ponete ahí», y bajo ese sol de ámbar empezaste a tomarme algunas fotos. Todo...

La felicidad como distracción

Plantas en mi balcón, un colibrí, el cielo como una bandeja celeste, palomas, polvo traído por el viento y depositado como una capa de vello rubio sobre el piso de pinotea —yo, tratando de escribir esta columna—, el pez articulado con escamas de nácar que era de mi abuela y que está junto a mi computadora, el cairel de la araña de su casa que se rompió la semana pasada y cuyos trozos coloqué sobre un paño, el goteo sincopado de un reloj —yo, tratando de escribir esta columna—, retazos de recuerdos —una cena en la plaza de Puebla, un hotel en Arequipa, risas—, la alfombra áspera bajo los pies, las uñas de los pies que pinté ayer de color sangre, el pote con crema para las quemaduras (me quemé cocinando) cuyo olor me recuerda al de la crema que me ponía mi abuela para curarme las rodillas después de haberme pasado el día jugando juegos de varones —yo, tratando de escribir esta columna—, el pan en el horno, la máquina lavadora funcionando con su eficacia fresca, una nube como el retazo de...

Padres

Ayer vi a una mujer en el metro. Tironeaba del brazo de una nena y gritaba: «¡Caminá, pelotuda! ¡Idiota! ¡Caminá!». Cuando veo cosas así, y las veo a menudo, puedo sentir cómo ese cerebro infantil se llena de esporas venenosas que, en pocos años, florecerán transformadas en traumas, furia contra los otros, brutalidad. ¿Para qué sirve un padre? ¿Para hacer qué con la carne que parió? Mis padres tenían, sobre la cama, un cuadro con una frase cursi de Khalil Gibran: «Los hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida». Mi padre me enseñó a pescar, a hacer el fuego, a leer, a limpiar pinceles con aguarrás, a escuchar a Beethoven. Me dijo así se mata a un pez cuando se lo saca del agua, así se pela un pato, así se sobrevive a la pérdida, así a un hombre peligroso, así se juega con fuego. Me daba de beber vino caliente cuando volvíamos del campo. El otro día practicamos tiro usando de blanco unas monedas. Él, casi orgulloso, contemplando la que yo había agujereado, me dijo: «Siempre fu...

El calculador o el salvaje

 El calculador mueve las piezas del tablero con maestría. Lo que en el corto plazo no se ve favorable lo es en el mediano. Ve antes, ver varios movimientos  por delante. Por otro lado, el salvaje salta de lógica. Va por arriba, no por delante. Juega otro juego.

No te suelto

 «¿Ya está, ya pasó?», preguntó mi madre. «Sí, mi amor, ya está, ya pasó», dijo mi padre, y sonrió y le dio un beso en la frente. Mi madre, todavía atontada por la anestesia de una operación que no había servido para nada, no sonrió pero dijo, con alivio, «Gracias a Dios». Yo estaba allí. Yo vi esa bestialidad. Yo sabía que a Dios no había que agradecerle nada porque la enfermedad iba a enterrar a mi madre a puñetazos en un cuarto de hospital del que no volvería a salir nunca, y me pregunté entonces, y me pregunto ahora, qué clase de hombre hay que ser para ser el hombre que fue mi padre aquella tarde: un hombre que, mirando la soledad de miedo que empezaba a abrirse bajo sus pies, parado al borde de la última ceja del abismo, se tragaba su horror y decía: «Aquí estoy: yo no te suelto». ¿A qué dioses se habrá encomendado para no aullar, para no moler a golpes el cuarto, el hospital, el mundo, mientras el cuerpo de mi madre marchaba seguro hacia la muerte? Supe que Amparo Fernández,...