Y entonces, porque yo estaba triste, el sábado pasado me llevaste a ese parque, tan cerca de casa, tan lejos del mundo, y caminamos por el sendero de tierra, entre las cañas de bambú, respirando el aire fino y caliente en el día desierto, y me contaste que habías estado allí un tiempo atrás, tomando unas fotos, y que te habías topado con un tipo rarísimo que tocaba la guitarra detrás de un arbusto —como un desconsolado, como un perro frenético—, y lo imitaste a gritos y yo me reí (recordando aquella vez, hace años, cuando éramos casi unos desconocidos y, en un bar de una isla de Colombia, mientras sonaba Bob Marley, vos, hasta entonces silente y discreto, empezaste a cruzar la pista de una punta a la otra, con unos ridículos pasitos à la Fred Astaire, y yo te miraba con asombro y felicidad como quien descubre un tesoro recién hecho), y cuando llegamos a un recodo del camino me señalaste una hiedra, me dijiste «Ponete ahí», y bajo ese sol de ámbar empezaste a tomarme algunas fotos. Todo...