Ganabamos por veintidos en el segundo cuarto jugando un basquet vistoso, ambicioso, un básquet que lastimaba, que no deja parar al rival, que le pegaba una piña tras otra hasta dejarlo mareado. En un segundo dejamos de pegar y el rival se levantó, y nos dio un golpe, y otro, y otro más. Nos preguntabamos que estaba sucediendo. Estabamos desconcertados. Y como esos campeones que se vuelven a levantar, fuimos por el triunfo. Ya no con ese juego vistoso del principio sino luchando con el alma, tirandonos al piso, construyendo cada punto como quien hace su casa con instrumentos gastados y reutilizando materiales de otras luchas. Y resistimos, construimos una pequeña ventaja espalda con espalda, y la defendimos con dientes atrapados. Y al final, una pelota sucia, un rebote que nos queda, se nos vienen encima, alguien se escapa, llega el pase largo, y llega nuestro doble volcándose en su aro con toda la furia que nos quedaba. El estadio exploto en alegria. No por el juego. Exploto porque sin...